Federalismo y nacionalismo: una reflexión

di Roberto L. Blanco Valdés

El federalismo es una realidad que se expresa a través de gran diversidad de situaciones. Al igual que los sistemas centralizados, los federales presentan caracteres físicos y políticos notablemente diferentes. Pero, más allá de ello, los Estados federales son plurales, sobre todo, por la forma diferente en que en cada uno se concretan los elementos que definen su naturaleza peculiar.

En la mayoría de los más significativos, el federalismo ha tenido como objetivo la creación de una unidad política que previamente no existía (Estados Unidos, Suiza, Canadá, Alemania, Australia y, con ciertas peculiaridades, Austria), aunque también hay países en los que la organización federal ha sido el resultado de la descentralización de Estados ya existentes: mientras México, Brasil y Argentina presentan ciertas singularidades al respecto, Rusia, y de forma especial, España y Bélgica responden sin duda a ese modelo.

Junto a las diferencias que nacen del contraste entre descentralización por agregación, típica del federalismo unificador, o por desagregación, característica del federalismo devolutivo –contraste que está en el origen de otro muchos– encontramos las diversidades derivadas de la distinta organización de los sistemas federales. Entre otras, el establecimiento o no en los textos constitucionales nacionales del estatus de los entes federadas; el número, que puede llegar a ser muy diferente, de entes federados del país; el grado de intervención del parlamento nacional en la aprobación de las normas constitucionales de las regiones federadas; la participación o no  de las unidades federadas en la reforma de la Constitución nacional;  el impacto federal  que presenta la forma de elección del ejecutivo nacional; la naturaleza federal o no de las segundas cámaras, uno de los elementos distintivos del federalismo; el grado de descentralización de la función judicial; el tipo de órganos jurisdiccionales –específicos u ordinarios– que resuelven los conflictos de competencia territorial; los sistemas de articulación entre las competencias federales y las de los entes federados; la intensidad que presenta en cada país federal la cooperación territorial, bien de índole vertical (entre el Estado y los territorios), bien horizontal (entre unos y territorios); o, en fin, la ordenación del federalismo fiscal, que ofrece, también, importantes contrastes, tanto desde el punto de vista de descentralización de los ingresos y los gastos como del peso de las transferencias verticales entre Estado federal y sujetos federados.

En conclusión, pues, lo cierto es que al margen del elemento común de todos los federalismos, que Elazar resumió a la perfección (la conjunción de autogobierno y gobierno compartido), los Estado federales presentan entre sí tantas diferencias que, en realidad, las características que suelen enumerarse para definirlos no son,  a la postre, más que el resultado de generalizar elementos específicos de concretos Estados federales. Se generalizan los más  repetidos, pero ello no significa, ni de lejos, que todos y cada uno estén siempre presentes en todos y cada uno de los Estados que agrupamos bajo un rótulo común. De hecho, la correcta compresión del federalismo como fenómeno histórico no reside sólo –cabría inclusodecir que no reside tanto– en la diferente forma en que en cada Estado federal se combinan, como resultado de su historia, los diversos componentes característicos del federalismo, cuanto en el hecho de que aquel surge como un conjunto de técnicas y principios constitucionales y políticos destinados a crear Estados nacionales desde la diversidad territorial –nacida de una previa situación imperial o colonial– y manteniendo, al tiempo, tal diversidad. No es casual que casi todos los grandes Estados federales hayan sido colonias (Estados Unidos, Australia, Canadá, India, México, Argentina, Sudán, Brasil, Sudáfrica, Venezuela) o Estados nacidos de una peculiar situación territorial, que no era en sentido estricto la del Estado nación: Alemania, Austria, Suiza, Rusia o Bosnia-Herzegovina. En ese contexto, Bélgica (que, desde su nacimiento como país independiente, tras el triunfo de la Revolución de 1830, se asienta como Estado unitario y centralizado) y sobre todo España (uno de los Estados unificados más  antiguos de Europa) constituyen sin duda una excepción.

Sea como fuere, la evolución general del federalismo ha estado dominada por el fortalecimiento de las instituciones centrales y por la evolución de los primigenios federalismos duales hacia formas cooperativas más o menos asentadas. Es verdad que esa tendencia, según demostró históricamente el caso norteamericano, acabará por ser, en gran medida, la resultante de una evolución en dientes de sierra, con avances y retrocesos. Pero lo es también que frente a tal dinámica centrípeta, la  dominante en las experiencias belga y española ha sido justamente la contraria: la centrífuga. Dicho en otras palabras, de los dos aspectos del principio federal, el autogobierno (self-rule) y el gobierno compartido (shared-rule), en unos lugares se  ha privilegiado con toda claridad el primero en detrimento del segundo mientras que en otras experiencias –la mayoría– se ha producido lo contrario. Ello es muy relevante, porque el funcionamiento del federalismo no depende sólo del diseño constitucional y de la forma en que se plasma de forma efectiva en una organización institucional y un sistema de distribución competencial, sino de factores netamente políticos: entre otros, y de modo especial, de la existencia de una cultura federal, de un sistema de partidos que asegure el funcionamiento del sistema y de la lealtad federal de las instituciones centrales y, sobre todo, de las entidades federadas.

Sea como fuere, lo que la historia enseña hasta el presente es que las técnicas y principios federales no ha servido para destruir Estados, no, ciertamente, porque no pudieran terminar por producir esos efectos, lo que resulta posible en teoría como es fácil de entender (pues una descentralización sin límites y una centrifugación constante acabaría por hacer desaparecer, antes o después, cualquier Estado del planeta), sino por una sencillísima razón: porque los Estados federales los han consolidado sociedades y partidos que, más allá de sus diferencias, tenían como objetivo primordial la construcción de un Estado nación y no su destrucción. Y es que, en realidad, en los procesos de construcción de la mayoría de los Estados federales el único nacionalismo significativo ha sido el del Estado-nación que pretendía construirse y no los de sus territorios, lo que no significará, por supuesto, que todos los partidos y los sectores de la sociedad estuvieran de acuerdo sobre el grado de centralización que debería  de alcanzarse hacia el futuro, según lo demuestra palpablemente, de nuevo, la experiencia americana.

En consecuencia, debe subrayarse que el elemento diferencial de los federalismos centrífugos –el español y el belga, de forma destacada– no se sitúa tanto en la esfera del derecho  cuanto en la de la política, pues ese elemento no es otro, a fin de cuentas, que el que se deriva de la presencia del factor nacionalista. Un factor que ha determinado la constante exigencia de un trato asimétrico para ciertos territorios, exigencia que ha corrido paralela, con frecuencia, con el mantenimiento de reivindicaciones separatistas. Ello nos lleva a una cuestión de notable relevancia: la de si el tratamiento asimétrico de uno o más territorios federados contribuye a la integración de la diversidad y, por tanto a la amortiguación o desaparición de su manifestación a través de reivindicaciones de tipo nacionalista; o si, por el contrario, es un factor que tiende a potenciarla, de modo que con ella acabaría por conseguirse justamente lo contrario de lo que se trata de alcanzar. Por eso, aunque es opinión general la que expresa Watts, cuando cita los casos de Canadá, Bélgica y España como ejemplos de federaciones que «han considerado que la única vía para acomodar las diversas presiones de autonomía regional radica en incorporar la asimetría en la división constitucional de poderes», no parece que, a la vista de la reciente evolución de los contenciosos provocados por los nacionalismos en Bélgica y sobre todo en España, haya demasiados motivos para el optimismo. Más bien cabría sostener que, pese a las muchas diferencias de todo tipo existentes entre Bélgica y España y entre sus sistemas federales, la evolución de los acontecimientos en esos países supone un rotundo mentís no tanto a la incompatibilidad entre federalismo y asimetría –aunque, ciertamente, la simetría es más consustancial a los sistemas federales que lo contrario–, cuanto a la incapacidad de aquella para dar solución a los problemas de integración estatal planteados por los nacionalismos, problemas que tienen una etiología que sería muy grave confundir con la que está en la base de la creación de los sistemas federales. Aunque no es posible profundizar aquí en cuestión tan compleja y relevante, si parece necesario apuntar que mientras que el federalismo ha servido para construir Estados, entre los cuales se incluyen algunos de los más estables del mundo, los nacionalismos interiores pretenden romperlos al servicio de postulados ideológicos y reivindicaciones que nadie ha sabido resumir como Ernest Gellner.

En tanto que «principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política», el nacionalismo, ha escrito Gellner, «suele considerarse a sí mismo como un principio manifiesto y evidente que es accesible a todos los hombres y que sólo violan algunas cegueras contumaces, pero de hecho debe su capacidad de convicción tan sólo a un conjunto de circunstancias concretas que se dan hoy, pero que han sido ajenas a la mayoría de la humanidad y la historia». Lejos, en efecto, de toda evidencia palmaria de la reivindicación nacionalista, lo cierto es que «el nacionalismo –el principio que predica que la base de la vida política ha de estar en la existencia de unidades culturales homogéneas y que debe existir obligatoriamente unidad cultural entre gobernantes y gobernados– no es algo natural, no está en el corazón de los hombres y tampoco está inscrito en las condiciones previas de la vida social en general; tales aseveraciones –concluye Gellner– son una falsedad que la doctrina nacionalista ha conseguido hacer pasar por evidencia». Por eso resulta tan complicado definir a las naciones: porque aunque «la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos es que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros, o incluso para su identificación individual», la verdad es que «no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cual de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera».  De hecho, y como bien apunta Gellner, es «el nacionalismo [el que] engendra las naciones [y] no a la inversa». El filósofo español Pep Subirós ha recogido esa idea con una claridad que merece la pena recordar: «Los Estados existen. Las naciones no existen: son existidas. La nación, como comunidad de orden superior a la suma de individuos de una sociedad, es un producto del nacionalismo. Sin nacionalismo no hay nación».

Ese y no otro ha de ser a mi juicio  el punto de partida para un correcto acercamiento al problema del nacionalismo. Y ello porque, aunque aquel «se presenta como el despertar de una fuerza antigua, oculta y aletargada, en realidad, no lo es». Muy por contrario, «la visión de las naciones como forma natural, dada por Dios, de clasificar a los hombres, como un destino político inherente aunque largamente aplazado, es un mito». Un mito, proclama Gellner, que debemos rechazar, dado que ni las naciones «son algo natural, [que constituyan] una versión política de la teoría de las clases naturales», ni el nacionalismo «es el despertar y la confirmación de estas unidades míticas, supuestamente naturales, dadas [sino] la cristalización de nuevas unidades». Lo que no significa, en absoluto, como el propio Gellner ha subrayado con acierto, que las reivindicaciones de los nacionalistas deban ser tenidas por políticamente irrelevantes por estar basadas en una inventio. Es verdad que «los retales y parches culturales que utiliza el nacionalismo a menudo son invenciones históricas arbitrarias», pero lo es también que de ahí «no puede deducirse de ninguna manera que el principio del nacionalismo en sí, al revés de los avatares que ha de pasar hasta su encarnación, sea de algún modo contingente y accidental».

Lejos de ello, «el principio nacionalista en sí está profundamente arraigado en nuestra condición actual, no es contingente en absoluto y no se le puede negar fácilmente». La formulación final de Gellner al respecto parece, en suma, indispensable para acercarse al fenómeno nacionalista, un fenómeno que «no es lo que parece, pero sobre todo no es lo que a él le parece ser». Efectivamente, «en el caso del nacionalismo la formulación real de la idea o ideas, la cuestión de quien dijo o escribió algo determinado, no importa gran cosa. De todos modos la idea clave es tan simple, y tan fácil que podría ocurrírsele a cualquiera casi en cualquier época, y a esto se debe en parte que el nacionalismo pueda decir que siempre es natural. Lo que importa es si las condiciones de vida pueden hacer que la idea parezca irresistible en vez de absurda». Las razones por las que esa idea ha podido resultar irresistible en lugares como Flandes, el País Vasco, Cataluña o la provincia de Quebec no pueden abordarse ahora. Pero si cabría formular sin gran riesgo de errar una ucronía: que, puestas en la boca de los representantes de cualquiera de los trece estados que se federaron en 1787 en Norteamérica, dando lugar al nacimiento de la Unión, esas reivindicaciones secesionistas les hubieran parecido absurdas por completo a cualquiera de los fundadores del Estado federal. Y es que, pese a sus diferencias, todos ellos formularán los principios federales para construir un Estado, en tanto que otros pretenden ahora manipularlas al servicio del proyecto, disimulado o indisimulado, de separarse de aquellos a los que en cada caso pertenecen.

«Sí, paisanos míos, debo confesaros que después de estudiarla atentamente, soy claramente de la opinión que os conviene adoptarla. Estoy convencido de que este es el camino más seguro para vuestra libertad, vuestra dignidad y vuestra dicha». Esas palabras, que Hamilton escribía en lo que luego sería el artículo número uno de El Federalista para recomendar a sus conciudadanos que diesen el sí a la Constitución de Filadelfia, que significó el nacimiento de los Estados Unidos de América, hablan de los valores que el federalismo ha defendido, que no son los de la pureza étnica, lingüística o cultural. Que, muy lejos de ello, son los del Estado incluyente y no los de las naciones excluyentes.

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